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sábado, 31 de julio de 2010

Arte, cultura, sangre y miseria


El jueves, volviendo a Madrid desde Albacete, pude escuchar por la radio las declaraciones de la ministra de cultura Ángeles González-Sinde, con esa voz pausada y algo displicente, diciendo que las corridas de toros forman parte de la cultura y son una representación de la vida.


Soy una persona que se considera tolerante y respetuosa con la reglas del juego, a veces un poco cuadriculado y algo puñetero cuando me llevan la contraria, pero bueno, ¿quién no lo es? Pues eso, que justo un día después de la votación y de las lágrimas del torero, en mis primeras horas de día tras el despertador, mientras preparaba la jornada e intentaba digerir todo lo dicho de un lado y del otro del ruedo, escribía un comentario en el blog de Rosa María Artal referente a la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Nunca es fácil decirlo todo, es cierto, pero la conclusión era que sin entrar en qué es cultura, arte o estética y qué no, quedaba suficientemente claro que el límite lo ponía la dignidad, la ética y el respeto.


Todo parecía perfecto: una idea sencilla y un argumento claro. Pero al darle al botón de enviar, me acordé del poeta maldito, del escritor borracho y del músico heroinómano y pensé: “¡Eso es cultura!, ¿o no?... ¿De qué estoy hablando?, ¿del artista o de la obra?, ¿de arte o de miseria?”


Es difícil explicar por qué la decadencia, la muerte y el sufrimiento son tan fascinantes, bueno, no es que sea difícil, es que es una discusión que nunca lleva a nada, una respuesta sin consenso, un callejón sin salida en el que lo único cierto es esto: “La muerte y el moho, nos ponen”. Si alguien no ha visto la escena de la sauna de Promesas del Este en la que Viggo Mortensen lucha en pelota picada por su vida a navajazo limpio, que la vea y que luego me diga mirándome a los ojos que se ha quedado indiferente.


Siguiendo con el cine, unos días antes de la votación, volví a ver Funny Games con mi hermana. Ella no la había visto, pero yo ya sabía de qué iba el juego. He de reconocer que sentí cierto placer sádico al notar su desconcierto y su incompresión frente a esos molestos silencios y los guiños a la cámara del niño rico. ¿Tampoco la has visto? Me parece que te queda mucho trabajo por hacer, no sé a que esperas, pero eso sí, cuando las veas, tras recordar las heridas de Viggo y tragar saliva, me cuentas cómo te sentiste y qué hiciste frente al televisor.


Ejemplos, tantos como queramos. ¿Quién no tiene una foto retratando miseria? ¿Quién no pisa el freno y alarga la cabeza al pasar frente a un accidente de circulación? Yo fui uno de esos que corrí a ver a Leopoldo María Panero borracho y destrozado por el alcohol, dando una supuesta conferencia en un supuesto acto cultural de la facultad, a cambio de salir de Mondragón y de unos cuantos botes de cerveza. ¿Quién puede negar que los toros se han nutrido de miedo, miseria y circo? El espontáneo que salta a la plaza en busca de fama y dinero, la tonadillera nacida en una chabola y elevada a símbolo de una España convertida en una tierra de oportunidades muy particular, todos bufones de nuestro circo identitario y cultural, eso sí, todos ellos parte de la representación de la vida, como diría la ministra.


¿Todo esto por qué? No lo sé, pero hay algo atávico en nosotros que acabamos disfrazando de cultura, arte o estética y que evitamos llamarlo fascinación o simplemente placer, esos instintos primarios que reprimimos, canalizamos y moldeamos y que nos hacen ser capaces de convivir, crear obras de arte, fundar civilizaciones o levantar ciudades, ciudades que luego destruimos para admirar con fascinación sus ruinas y su decadencia. Siempre existirá la duda, la pregunta que nos empuje a entendernos mejor y que nos obligue volver a retomar el debate de siempre, la pregunta del millón. Pero una cosa es cierta, con razones o sin ellas, con contradicciones o no, al final, como dijo Jean-Paul Sartre, todo se reduce a esto: “Al querer la libertad descubrimos que ella depende enteramente de la libertad de los demás.”, y ahí es donde nos topamos con nosotros mismos.


Casi siempre, reconocer los límites es tarea complicada.


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